Este es el primero de dos programas dedicados a revisar los tristes sucesos que se acontecieron a partir del 11 de septiembre de 1973 en Chile. En esta emisión, a través de un relato/testimonio de nuestro compañero Álvaro, compartimos con ustedes una de esas muchas historias atravesadas por la dictadura.
En esta historia en particular se entrecruzan las memorias de la infancia con las memorias del abuelo recordadas a través de fragmentos de las cartas de amor que escribía a su esposa desde la prisión. A su vez, el pasado retorna 40 años después en un estadio de fútbol que fue escenario detenciones masivas, torturas y asesinatos, estadio en el cual hoy opera el «Plan estadio seguro» o es acaso -como nos propone el relato- ¿el retorno de lo reprimido?
Escucha el programa completo aquí:
Plan “estadio seguro” o el retorno de lo reprimido
A la memoria de Mario Céspedes, mi abuelo.
Por Álvaro Garreaud
Antes de salir llamé al Ion para saber cómo venía la mano.
“El puro carnet….” – contestó, y agregó:
“Es que estamos bajo el “Plan estadio seguro”.
Caminé rodeando el Pedagógico que a esa hora estaba envuelto en esa bruma sucia, típica del invierno en Santiago cuando ha faltado la lluvia. Crucé Macul y tomé la calle adyacente. Detrás, la luz golpeaba suavemente el muro de los Andes e iluminaba el atardecer con tonos extraños de lila y azul. Apuré el paso para no distraerme y llegar a tiempo al encuentro con mis compañeros. Al llegar, mientras saludaba al Ion y la Mara, sentí que unos ojos oscuros me observaban con curiosidad.
-Este Dante, dijo Ion, mi hijo.
El niño, que llevaba gorro y bufanda de la U, sonrió suavemente. Me acerqué y le di un abrazo y un beso en la mejilla diciéndole al oído: con el lonko de tu padre hemos pasado buenas historias juntos, me alegra conocerte.
En seguida, Ion se metió la mano al bolsillo y sacó las entradas, diciendo:
– Y no son falsas, ahora con los controles está jodido… hay problemas hasta para la reventa.
Bajamos por Pedro de Valdivia, en dirección a avenida Grecia, entre gente que caminaba de prisa por llegar al primer control. En lo alto los grandes reflectores del estadio – los “matamoscas gigantes” como los llamaba mi viejo – ya funcionaban a toda su feroz potencia. Mas o menos un kilómetro antes del estadio comenzaban los filtros. Miles de policías (3.000 según cifras conservadoras) más 2.000 guardias privados, distribuidos en cuatros anillos concéntricos, hacia adentro, iban “limpiando” a la gente de los elementos prohibidos, mientras hacia fuera, una onda de amenaza latente se expandía en la masa de gente. Pasado el último control comenzaba un estrecho y zigzagueante pasadizo, que iba individualizando los cuerpos, como la terminal nerviosa donde el poder es capilar y toca la superficie carnal. Este pasadizo venía a desembocar directo sobre los agentes policiales que revisaban al milímetro las pertenencias de cada uno sin …….
Con el pretexto de impedir la entrada de armas, alcohol y drogas a los recintos deportivos, la policía ejerce una violencia previa, inicial, al interior de la cual todo se vuelve efectivamente prohibido: banderas, lienzos, bengalas, envases, papel picado, comida, bebida, cualquier objeto raro o desclasificado, en el extremo el hincha mismo … todo, salvo el carnet. Evidentemente, el operativo generaba grandes filas de gente entre los filtros y el laberinto de entrada al estadio. Filas de gente con el billete y el documento de identidad en las manos, gente agolpada, aglomerada, y no obstante canalizada y vigilada. Volvíamos a ser un número en aquella fila, ahí parados, como los familiares de los detenidos en los días del golpe militar, 40 años atrás; en medio de aquel “traslado custodiado” retornaba el campo de concentración, Walter Rauff y los camiones de la muerte, las mil preguntas, la negada respuesta.
(Estadio Nacional, septiembre de 1973)
Revisado, filtrado e infiltrado, nuestro grupo avanzó rodeando la histórica construcción hacia la galería-sur, a través del círculo de vendedores ambulantes, de los campos con canastos de sándwich de jamón y “espray de palta”, pasando por el túnel que huele a meado, hasta llegar a la escalera para subir a la galería y al fin salir en el corazón de la hinchada, en medio del delirio de los cantos:
– “Cuando el Bulla sale a la cancha / se levanta el clamor popular / el estadio se pone de pie / la hinchada comienza a cantar !!!! Esta es la hinchada del bulla la ke tiene aguante se saka la chucha … la ke va a la cancha todos los domingos … y vamos leones y vamos leones!!!
Dimos vuelta y subimos atravesando el núcleo duro de barra, todo aquel conglomerado de gente, juventud popular, que ahora está siendo criminalizada y sobre la que se están experimentando nuevos métodos represivos. Cámaras de vídeo graban constantemente hacia estos sectores, se han creado bases de datos y registros que permiten controlarlos selectivamente, y sobre el campo, un contingente de fuerzas especiales está siempre listo para entrar al combate cuerpo a cuerpo. Nuestro pequeño grupo continuó subiendo hasta llegar finalmente a un lugar intermedio, en un vértice estratégico, desde donde se dominaba muy bien la cancha. Allí comenzaron a unirse con nosotros otros compas, conocidos y vecinos, hasta constituir una comunidad sobre esa parte de la galería.
Desde allí, pude entonces fijarme en el otro lado del estadio, en la salida N° 8, donde entre la multitud emergía un espacio de galería-vacía, con los bancos gastados por la lluvia y el sol. Eran los mismos bancos que sostuvieron los cuerpos de los prisioneros en aquel septiembre de 1973, cuando el estadio funcionó como campo de concentración. Hoy, este espacio vacío es un memorial por los detenidos políticos y los torturados en este estadio. El memorial es simplemente aquel vacío, como un agujero que perfora el presente, es el silencio que nos habla de una historia abortada, pero aun encriptada, pendiente. Algo desde allí nos observa sin que podamos saber concretamente que es, pero en esa mirada de los que faltan, de los desaparecidos, se juega nuestra condición presente como sociedad. Por un instante imaginé un a mi abuelo Mario, sentado allí con sus compañeros, con la frazada en la espalda, escribiendo esas pequeñas cartas clandestinas, en pedazos de diario o en algún boleto de micro, que lograban burlar la vigilancia militar y llegar a manos amigas.
(Memorial del Estadio Nacional, Chile)
La textura temporal de aquel vacío de bancas de madera, lleno de incorporaciones y multiplicidades, contrasta fuertemente con la uniformidad de los asientos de plástico individualizados y numerados, que se instalaron como parte del “Plan estadio seguro” que, entre otras cosas, hizo bajar el aforo del Estadio Nacional de 80 mil personas que tenía, a 50 mil. Fue un golpe simbólico sobre la condición del estadio como un estadio temible para los adversarios y una estrategia de ataque contra las expresiones populares asociadas al fútbol. La “modernización” de los campos deportivos (emprendida en varios países latinoamericanos paralelamente), ha dispuesto una forma de ocupación del espacio en el que se “construye un territorio” que es apto para limitar, vigilar y regular el comportamiento de los asistentes. Estrategia biopolítica – diría Foucault – pues cualquier signo en la calle, o en el control de los accesos, los canales y fronteras, deviene marca en el cuerpo político de la población.
Dicha estrategia, que en el caso de Chile, fue ideada por la clase dirigente de los clubes en conjunto con el Ministerio del Interior, persigue bloquear la afirmación de un sujeto activo en el acontecimiento social y político que constituye el partido de fútbol. En efecto, porque tomados en sentido biopolítico estos acontecimientos masivos entrañan la posibilidad de anomalías radicales, de espacios políticos contra hegemónicos y subversivos. Esto comienza a ocurrir cuando los rencores reales o supuestos existentes entre los diferentes grupos que enfrenta el partido, se difuminan, quedando la familiaridad política y la contigüidad de la rabia.
“Son vecinos que amortiguan las faltas económicas con el baboseo de la caja de vino compartida o en el vapor ácido de los pitos que corren en la brasa centella que dinamita la batalla. Pero más allá de la rivalidad por los goles o el penal de último minuto, ellos saben que vienen de donde mismo, se recuerdan yuntas tras la barricada antidictadura y están seguros que la bota policial no hará diferencia al estrellarse en sus nalgas. Saben que en realidad se juntan para simular una odiosa oposición que convoca al verdadero rival; el policía, garante del orden democrático, que ahora arremete a lumazos en las ancas del poder.» (Lemebel, P. La esquina en mi corazón, 2001)
Por ello, la estrategia policial no estaría completa sin la simultánea circulación de imágenes hegemónicas, o sea, impuestas, de lo que es el “hincha”, el o la joven popular. Según una ley oculta de la sociedad del espectáculo – que precisamente reduce o limita la comunicabilidad al espectáculo – los programas de T.V. y las agencias dominantes de noticias realizan un bloqueo neuronal de la opinión y presentan a los hinchas como espectros del lumpen, como flaites, choros y delincuentes que atemorizan a las familias, que atentan contra la propiedad pública y alteran la tranquilidad privada. Indiferente a cuantos de los asistentes -reales o potenciales – corresponden a dichas características, la acción represiva activa un lógica maquínica que podemos llamar de “concreción fantásmica”. A partir de la concreción espectral de una figura amenazante – capturada fotográficamente o filmada – se movilizarán, dependiendo del caso, mecanismos institucionales, jurídicos, discursivos, y se aplicará la fuerza policial, los castigos y las multas.
No obstante así encuadrillado, domesticado incluso, desde esa altura pudimos ver como ciertos espacios móviles dentro de la hinchada creaban también su propio vacío dentro del des-orden del estadio. De pronto, en estos vacíos nómades aparecían los objetos “desaparecidos” y “proscritos”: bengalas, petardos, palos, “armas”, drogas. En un instante, me pareció ver conectándose aquellos dos agujeros-vacíos, como en un pasado porvenir, y tuve por un momento la imagen que faltaba: esos 30 mil espectadores menos, ¿no señalaban acaso las 30 mil víctimas de la dictadura, absorbidas ahora por intensidad de esta confluencia entre la galería-vacía, la hinchada y el conjunto de los cuerpos?, ¿No era acaso, también, aquel hincha celebrándose a sí mismo, encaramado en el lugar imposible de la reja, torso desnudo, de espaldas a la cancha y de cara a su gente, la imagen perfecta de la potencia antagonista al intervención política estatal?
“Comunidad y potencia se identifican sin fisuras, porque el que a cada potencia le sea inherente un principio comunitario es función del carácter necesariamente potencial de toda comunidad (…) Sólo podemos comunicar con otros a través de lo que en nosotros, como en los demás, he permanecido en potencia, y toda comunicación es sobre todo comunicación no de un común sino de una comunicabilidad” (Agamben, G. Medios sin fin. Notas sobre la política, 2010)
Terminó el partido y comenzamos a abandonar el estadio medio callados por el cero a cero, pues quedábamos fuera de la “Libertadores”. Un rumor creciente bajaba por las escaleras intentando salir hasta la calle. Entonces un grupo de la hinchada comenzó a entonar sus cánticos de guerra:
“¡¡¡Campeón, Campeón, campeón hay por montones, hinchada hay una sola: la hinchada del león, soy de abajo, soy de abajo…porque tengo aguante, de abajo soy yo!!!”
La avenida Campo de Deportes se abrió al mar de gentes que avanzó caóticamente hacia sus diferentes destinos. Se había venido ya la noche sobre Ñuñoa, y las luces de las patrullas policiales proyectaban una sensación de abismo y daban la impresión de un gran accidente. Esta masiva presencia policial interviniendo el espacio, producía un efecto doblemente espectral que se reflejaba en la luces rojas sobre el movimiento de la gente.
Cuerpos-rojos dirigiéndose a las calles adyacentes al estadio, donde los microbuses repletos de sospechosos se dirigían de regreso a Maipú, a Renca, a Puente Alto. Nosotros caminamos, perdiéndonos y encontrándonos atraídos como en medio de una fluctuación de fuerzas. La yuta patrullaba nerviosamente esquinas, aspectos, conductas, y los “sapos” de civil merodeaban entre la gente listos para intervenir. Algo, un peligro abstracto insistía sobre la masa de los cuerpos creando las condiciones territoriales para que ocurriera “algo”: un brote de violencia o vandalismo, justamente aquello que el mainstream mediático había advertido y anunciado, y a lo que la fuerza represiva oscuramente incitaba.
Como nosotros habíamos salido con “la misma sed” que si hubiese sido triunfo, procedimos a dejar al Dante a buen recaudo, y nos dispusimos a encontrar la botillería más cercana. Lentamente pero sin pausa, la marea humana fue dispersándose entre las calles aledañas al estadio y, contra todos los pronósticos y la propaganda gastada, la gente se retiró en calma y sin violencia. Nuestro grupo avanzó entre bocinazos hasta llegar a una botillería enrejada a un costado de la avenida Irarrázaval. Esperamos un rato, juntamos las monedas, siempre atentos al operativo de seguridad, y con Pasko nos acercamos a la reja: “Cuatro cervezas de litro porfa…”
Santiago de Chile, 2013